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Mensaje por Equipo Yenodeblogs Mar Ene 12, 2010 12:18 pm

Autor: Alex_moody
Direccion del Post: Claro de Luna


Un día más, la jornada laboral de Lucía tocaba a su fin. Abandonó su delantal en una vetusta taquilla y, en apenas minutos, dejó semidesnudo su pálido torso para dar paso al vestido largo que solía usar a diario; sobrio, de un sólido color gris y ligeramente escotado, parecido al que las películas antiguas solían vender com uniformidad de institutriz. Sintió cierta repulsión al embutirse en él; notando el atasco de la tela al rozar con el aceite de fritanga que su piel almacenaba tras diez horas metida en aquella cocina. Liberó una a una las seis horquillas que recogían su pelo, dejando caer tantos mechones marchitos de un pelo rubio que vivió épocas mejores, y sin perder más tiempo cogió el sobre de la paga marchando del restaurante por la puerta de atrás.
Su nombre era luz. O al menos eso le decía su madre cuando era una rolliza niña de ojos verdes e inmaculada tez adornada por la sonrojez propia de la actividad de las arteriolas en ambas mejillas. Ella fue la luz de la casa en una familia que no tuvo más hijos, la hija única de un orgulloso padre que en silencio sufría cinco años de viudedad y el zahiriente castigo de ver en ella la fotografía de la joven mujer que no cumplió su promesa de compañía eterna. Por ello necesitaba aquel trabajo de mierda, que la condenaba a ser luz en la oscuridad de la noche, a pesar de sentir un pánico atroz hacia la oscuridad. La misma oscuridad que embargaba aquel callejón de cuatrocientos cincuenta y ocho baldosas y dos calles ciegas a cada lado. Así, cuando salía por aquella mugrienta calleja, sólo miraba al final de la misma, donde las luces resguardaban la Avenida Principal del reino de las sombras. Cogía aire, miraba al frente, y ocupaba su mente contando una a una las filas de baldosas; simuladas sobre el cemento, hasta llegar a la salida. Una simple operación aritmética que la evadía de aquel sucio pasillo lleno de orina, de repletos cubos de basura sin recoger, de juegos de sombras que recordaban al mismísimo Diablo, de paredes negras y lisas que se erigían hasta la altura que aquellos megalómanos arquitectos dieron a aquellas moles de cemento de cincuentasiete pisos y de espesa niebla que emanaba de las alcantarillas producidas por la reacción térmica de la conjunción de las aguas residuales con el ambiente frío del subsuelo urbano.

Su corazón parecía aquella madrugada latir con menos fuerza. Apenas lo sentía golpear en su pecho. Intentaba no pensar en nada. Solo contar. Cincuenta seis. Cincuenta siete. Cincuenta y ocho. Algo pasa. Los órganos son gobernados por el cuerpo, pero tienen alma propia. Y su corazón había puesto en alerta al resto. Era el miedo. Ese miedo inodoro que se huele, esa sensación de alerta que despierta el más primario de los instintos. Setenta y siete, setenta y ocho, Setenta y nueve. Sus ojos dejaron de mirar al suelo para enfrentar la salida del agujero. Las paredes se iban estrechando cada vez más. El vapor de las alcantarillas se hacía más denso y parecía no desaparecer. Su paso se aceleraba. No así su pulso. Dejó de contar para sí. Ciento treinta cientotreinta y uno cientotreinta y dos cientotreinta y tres. Su mano derecha se asió a la cruz de oro que protegía su pecho. Sus ojos iban perdiendo el verde mar del iris en favor de sus pupilas, dilatadas al máximo. Ya quedaba menos para salir. Incluso podía distinguir los destellos de los vehículos que cruzaban la Avenida y dejaban verse por fracciones de segundo desde el callejón. Doscientos veintiuno doscientos veintidós doscientos veintitrés.

Supuestamente había cruzado ya el callejón. Porque no podía haber sido de otra manera. Porque de otro modo lo habría visto. Porque así no habría sentido aquel brazo que rodeaba su cuello, ni haber sido mancillada por aquel vello infecto que aprisionó su garganta con violencia. Sintió su corazón cambiar repentinamente de marcha, al tiempo que sus mejillas ardían y notaba la lucha del torrente sanguineo por atravesar aquella hoja metálica que sin cercenarla, había aprisionado su yugular. Ahora entendía lo que era un presentimiento. Ahora que no podía analizarlo. Ahora que su cuerpo sólo guardaba fuerzas para moverse violentamente y gritar, aunque fuere en vano. Ninguna ventana daba a aquellos callejones. Pero aún así gritaba. Porque no podía hacer otra cosa. Aguantar el fuerte golpe de su cuerpo contra aquel cubo de basura, aquella extremidad virulenta que ayudaba a sus piernas a bloquear las mías, las laceraciones producidad por el elástico de la ropa interior al ser arrancada y la humillación de aquel miembro penetrando en su ser sin poder hacer otra cosa que intentar seguir gritando.

Aquel suplicio acabó como empezó. Semilla purulenta resbalando por su entrepierna, un golpe seco y una ligera sensación de calor en el cuello. Y el mundo se paró. No pudo verlo. Estaba volando. Sus talones giraron hacia atrás. No podía adivinar si caía o fue empujada. El caso es que el mundo parecía moverse, y no ella. Otro golpe seco. Cayó de espaldas. Las lágrimas que inundaban sus ojos se desbocaron hacia las orejas. Ya no sentía calor en las mejillas. Su cuello estaba inundado en sangre. Sentía el cálido afluente sanguineo correr por todo su cuello. Apenas tenía fuerzas. Había sido degollada. Su vista parecía nublarse. Nunca se había dado cuenta que a pesar de los rascacielos podía verse la luna; tan pálida como ella. Alzó la mano para intentar cogerla. Su mano ensangrentada, de espeso contraste con la blancura de su piel. Cara a cara. Lucía, y la única luz de aquella noche que en venganza decidió llevársela. La última luz que sus ojos verían. Su último resuello fueron para dos lágrimas que recorrieron en medio segundo su cara hasta confundirse con el charco de sangre que la acunaba. Doscientos. Cincuenta. Y dos.

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