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Mensaje por Equipo Yenodeblogs Mar Ene 12, 2010 12:15 pm

Autor: Alex_moody
Direccion del Post: Sentir


Alice abrió los ojos. Parpadeó varias veces, alternando ejercicios con los párpados para reforzar su despertar y captar la poca luz que entraba por la entrada. El suave aleteo de sus largas pestañas invadió la oscura estancia en la que se encontraba, alborotando la quietud y tranquilidad de la misma. Alzó ambas manos, tropezando apenas unos centímetros sobre su cabeza. Se trataba de un cubículo estrecho, sin duda. Sin pensar en nada, en un acto ya mecanizado por su cuerpo, reptó hacia aquella pequeña estrella de luz que provenía del exterior. No comprendía por qué se encontraba allí, y mucho menos por qué le restaba importancia. Aquel cubículo era frío, de paredes ásperas por las que rezumaba humedad y con tramos en los que ni ella misma entendía cómo había sido capaz de llegar hasta semejante covacha. Podía notar sus piernas y brazos curtidas en batallas, apostilladas heridas que volvían a abrirse en cada centímetro avanzado, palmas y yemas de dedos y pies protegidas por una costra labrada a base de suciedad y endurecimientos. Aún así, ni sentía frío, ni tenía síntoma alguno de tumefacción en sus extremidades. Por no tener, no tenía ni hambre. Era una extraña sensación de encontrarse en lo más alto de la pirámide motivacional; aunque sentía la falta de un peldaño. Se sentía sola. Aquello aceleró su reptar por entre las oquedades de la gruta. Apareció la necesidad. La necesidad de salir.
La ventaja de aquella distancia entre donde se encontraba y la salida era simple. No necesitó acomodar su vista. Cuando alcanzó la salida, sus ojos ya estaban plenamente acostumbrados a la luz. Colocó ambas manos a los lados de los bordes y empujó hacia fuera. La angostura de aquel lugar dio a luz a una mujer que; pese a toda la suciedad que acumulaba, irradiaba una belleza sin par. Lentamente se puso en pie y observó aquel paraje. No lo había visto en su vida. A su espalda una enorme pared de piedra; similar a la de un acantilado, había hecho las veces del vientre materno que la vio nacer. Frente a ella, un verde pasto poblado de árboles que parecía no tener fin devorado en lontananza por una espesa niebla. Mirase donde mirase, no veía ni un centímetro cuadrado de tierra. Era lo más parecido a un tapete. Sin desniveles, sin resaltes, sin piedras. Sólo hierba simétrica, a la altura de su planta, de forma que al pisarla apenas escondía sus pies. Decidió avanzar movida por la curiosidad lentamente, intentando sentir el agradable tacto de la hierba húmeda bajo sus supuestamente maltrechos pies. Imposible. Ya podía pisar mil charcos, si los hubiere, que no podía sentir nada salvo aquella soledad antes mencionada. Conforme avanzaba, el cielo se iba oscureciendo hasta que rompió con un estruendo seco. Ni se inmutó. Siguió su lento caminar. Acto seguido una lluvia torrencial hizo acto de presencia, enjugando su moreno cabello. El agua; de forma torrencial, recorría su cuerpo desde el cabello hasta los tobillos. Alice se paró. Miró hacia el cielo y cerró los ojos. Intentaba sentir la lluvia repiqueteando sobre su frente. Tampoco lo conseguía. Hizo un cuenco con sus manos, y tal como era la intensidad del agua caída, en breve conseguía llenarlo para vaciarlo sobre su cara, en un vano gesto de captar el frescor de aquel torrente de vida eventual. El agua iba limpiando su cuerpo, arrastrando oscuros torrentes de suciedad por entre el eventual canal de sus turgentes senos. Alice sólo llevaba un camisón; ancho y desvencijado, raído por su parte inferior de forma que podía apreciarse su sexo, cosa que igualmente tampoco le importaba. Ahora mismo imaginaba que aquel torrente lavaba tanto aquel andrajoso ropaje como su piel, perdiéndose en la infinitud de su monte de Venus, provocando pequeños hilos marrones que iban desapareciendo conforme la suciedad era arrastrada desde aquellas cotas superiores dejando paso a aquella hermosura sin par que poseía. Rostro liso, terso, iluminado por dos preciosas esmeraldas verdes por las que contemplaba atónita el mundo que allí la rodeaba. Pelo moreno; cual azabache acotado en un escalonamiento desarreglado de peluquería barata. Curvas de vértigo empapadas de aquel eventual lavatorio, pezones como pequeñas guindas de brillante y apetitosa cereza que quedaban marcados sobre el cada vez más blanco camisón desgarrado, que a su vez quedaba adherido a su firme y modelado vientre. Cuando la fuerza del agua amainó, cerró los ojos y mordió suavemente su labio inferior, dejándolo escapar al ralentí en un gesto que haría derretirse al más fiel de los hombres. Ahora sí sentía una leve sensación de frescor que le producía un pudoroso brote de placer. Sentía la necesidad de apretar su entrepierna, de sentir piel con piel por donde sólo los adultos saben describir, en definitiva de ser amada. Colocó sus brazos sobre la cintura y, reponiéndose de aquella sensación, desistió de seguir caminando hacia la tiniebla. Quizás con aquel gesto se había sentido un poco más viva, y mañana sería otro día.
Encaminó sus pasos nuevamente hacia el lugar de donde partió. Apenas serían unos cien metros. Una eternidad para ella. Ya no se sentía mojada, ya no sentía placer, ya no sentía esa necesidad de abrirse cual flor primaveral a los tientos de la carne trémula y pecaminosa. Dio dos pasos y se paró. Sentía que algo la llamaba desde la tiniebla. Escuchaba su nombre. Alice. Alice. Varias veces Alice. Era una voz conciliadora, tranquila. Una voz que invitaba a girar nuevamente y encaminarse hacia donde la primera intención le llevaba. Aquella voz le producía calor. Sentía el calor de aquella voz en su mano, sintiéndose protegida. Sonrió. Se sentía feliz, y aquello quería hacerlo eterno. No es fácil sentirse feliz cuando no se siente nada. Disfrutaba, y, aunque seguía sola en aquel lugar, decidió no moverse de aquellos 30 centímetros cuadrados, por si al seguir caminando perdía aquel momento. Había dejado de llover. Un Sol radiante vestía aquel instante de felicidad con claridad. Notaba resbalar lágrimas de felicidad que se secaban al segundo por arte de magia. Tenía aquello un precio tan alto... Lo acabó decidiendo. Algún día iría a buscar aquella voz. Y no volvería a aquella cueva, jamás.

No sé si Alice me escucha. Pero siempre que llego a la habitación me acerco, cojo su mano y pronuncio su nombre. El médico dice que hoy ha notado mejoría en sus constantes vitales, y que aquel coma profunda va remitiendo. Hoy, mientras la enfermera la lavaba, me ha parecido hasta que era feliz con ello. ¡ Si hasta la hemos visto de llorar mientras yo le cogía la mano!. El médico dice que no tenemos que hacernos esperanzas, que quizás haya llorado porque el ojo necesitaba limpiarse… vamos, una reacción causal más que un acto voluntario. Pero no estaba de acuerdo. Los médicos saben de vísceras, de órganos, de medicamentos. Yo sé de Alice. De mi mujer. La que hace meses cerró los ojos para no volverlos a abrir. Y allí estaría, porque la conocía. Y sabía que le gustaba sentirse acompañada, vivir cada segundo, sentir cada momento. Por ello, aunque los médicos dijeran que aquello era inútil, que no era consciente de lo que le rodeaba, yo seguiría a su lado. Seguiría secando sus lágrimas cada vez que las viera aflorar, seguiría asistiendo a la enfermera en su aseo diario, seguiría pronunciando su nombre y cogiendo su mano durante horas interminables. Porque si su estado era como "un muerto en vida"; allí estaría él. Porque un muerto lo es menos, mientras pueda sentir.
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