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31 de Abril

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Mensaje por Sechat Jue Dic 03, 2009 7:10 pm

Autora: Sechat
Dirección del post: 31 de abril


Juego para El Cuentacuentos : Inventad una historia utilizando las siguientes cinco (5) palabras: médico, espagueti, pelota, manía, pasillo.

Para mi amigo Quique por su cumpleaños (adelantándome dos días).

El edificio era uno de esos gigantes grises que plagan nuestras ciudades y que hacen que uno se sienta insignificante comparado con ellos. La fachada apenas contaba con balcones que abrieran las entrañas de aquel enorme vástago de cemento y ladrillos al mundo exterior, y esa tristeza se confirmaba en cuanto uno penetraba en su frío secreto interior. El portal un tanto desastroso: con los buzones medio caídos y mal pintados y múltiples desconchones en las paredes, era más propio de un suburbio que del lujoso barrio en que se hallaba ubicado. Lo mismo sucedía con las retorcidas escaleras y el ascensor apocalíptico que parecía que fuera a desmoronarse a cada viaje cayendo al vacío. Desde nuestra primera experiencia en aquel lugar habíamos hecho un pacto de silencio, y jamás usábamos aquel trasto de hierro viejo que tan sólo llegaba al sexto piso, siendo en realidad ocho las plantas que conformaban la altura del edificio. Y sin duda, actuábamos así movidos por el miedo.

Preferíamos caminar y sentir la soledad de la angustiosa escalera de caracol en cada uno de los escalofríos que recorrían nuestros cuerpos, que usar aquella jaula chirriante. Curiosamente era al llegar al rellano de la planta a la que nos encaminábamos siempre que entrábamos allí, cuando esos temores se disipaban por unos segundos para volver a cobrar más fuerza a medida que avanzábamos por el pasillo de aquella tercera planta, que acorde con el estado general del inmueble, resultaba terriblemente estrecho y oscuro. A un lado y a otro del pasillo se veían puertas de un blanco inmaculado y en muchas de ellas la madera estaba deteriorada con arañazos o golpes que dejaban al descubierto la madera original. Yo, cada vez que pisaba los viejos tablones de aquel suelo que gemían como espectros, temía que de cualquiera de aquellas puertas saliera algún ser deforme o lunático, y me contagiara su mal o me apresara para siempre entre sus fauces, dotándome de sus manías y desdichas. Entonces aferraba con fuerza la mano de mi madre y ella para reconfortarme me decía que ese día si me portaba bien en la consulta del médico, prepararía un sabroso plato de espagueti a la carbonara para comer. Aquello siempre funcionaba y se lo hacía saber con una sonrisa de agradecimiento.

Sólo la última de las puertas de aquel tercer piso, la única que quedaba al frente y al fondo del pasillo, no concordaba con el deterioro general del recinto. En aquel rincón, la luz hasta entonces tenue se convertía en un agradable resplandor mezcla de claridad artificial y natural. Decoraba el acceso a la puerta, en el hall, una maceta con la Flor de la Maravilla que siempre nos acogía abierta, mostrándonos su hermosura y regalándonos su delicado aroma.

Acostumbrados ya a las extravagancias del doctor, sabíamos que no se nos permitía entrar en su consultorio calzados, así que justo al llamar a la puerta y sin dar tiempo a que ésta se abriera ya estábamos descalzándonos y depositando delicadamente sobre la alfombrilla al otro lado del dintel o al lado del paragüero (según lo concurrida que estuviera la clínica ese día) nuestros relucientes zapatos.

Aquello era como volver a casa: María, la rubicunda recepcionista de pelo rubio y mejillas sonrosadas, me llamaba por mi nombre sin necesidad de consultar la agenda o el ordenador: “Todo lo tengo en mi memoria”, solía decirnos y de inmediato seguíamos sus pasos como las crías de cualquier especie siguen confiadas a su madre; nos dejaba en la sala de espera y allí nuestros espíritus sanaban. Nunca escuchamos música, ni vimos revista alguna sobre las cuatro mesas auxiliares que había en cada esquina de aquella sala, probablemente nunca hubiera sido preciso… Era en la blancura de aquel salón donde yo sentía a mi madre más cercana, joven y hermosa que nunca y soñaba con recordarla así siempre. Jamás supe qué es lo que ella pensaba de mí al verme contemplándola con esa sonrisa bobalicona, pero solía imaginar que ella como yo se sentía a salvo y que también jugaba a imaginar bajo qué extraña apariencia nos atendería aquella tarde el doctor Suárez Rivera. Estoy convencido que de haber hecho apuestas al respecto, jamás hubiéramos adivinado su divertido aspecto.

Las enfermeras eran las únicas que iban variando de una visita a otra. Todas eran jóvenes y hermosas, pero se percibía en sus ojos una tristeza que desmitificaba el encanto de aquella clínica. A menudo pensé en preguntarlas sobre el porqué de su pesar, pero un nudo me atenazaba la garganta cuando las miraba, obligándome a permanecer en mudo silencio. Entonces el miedo regresaba a mi cuerpo con nuevos bríos y entendía que aquella era una pregunta para cuya respuesta aún no estaba preparado. Cuando eso sucedía, nuevamente y sin mediar palabra, mi madre me guiñaba uno de sus maravillosos ojos azules y apretaba mi mano con la suya como diciendo: “Vamos, el doctor nos espera”.

El doctor no era un hombre al uso: lo mismo podía parecer tremendamente serio y sensato, que reír con la inocencia de un niño hasta las lágrimas por cualquier tontería. Su rostro unas veces era el del médico capacitado y entregado a sus pacientes, que él era, y otras aparentaba el frescor de una rosa al contacto del rocío. Lo mismo podría tener treinta que cincuenta porque año tras año, aunque yo crecía, en él no se adivinaba ni una sola arruga o cana. Es como si por él no pasase el tiempo. Su despacho con grandes láminas de madera noble en las paredes y una robusta estantería junto a la ventana que quedaba al lado derecho de la estancia, era cálido, haciendo juego con la forma de ser de su dueño. Sobre los estantes del mueble se combinaban libros de medicina, física, anatomía, biología y química con extraños artilugios de cualquier época e incluso con juguetes artesanales. Desde el primer día lo que más me llamó la atención en aquel sitio, fue la pelota roja que reposaba en la balda más baja, antes del pequeño armario de dos puertas que había bajo ella. Mientras el dentista revisaba mi dentadura, unas veces disfrazado de gorila, otras de astronauta y otras de domador de circo, mi imaginación no se apartaba de aquella pequeña esfera roja y cavilaba sobre su posible origen o utilidad.

Recuerdo a la perfección aquella tarde de abril. El buen tiempo se notaba en los ánimos de la gente y en las ropas más ligeras. Mi madre y yo perdimos el autobús habitual y para evitar un retraso mayor corrimos resueltos por las calles, hasta llegar al colosal mausoleo de piedra; sabía que mi madre lo llamaba así cuando se refería a aquel sitio en las conversaciones que tenía con mi padre, pero tardé en comprender la exactitud que encerraban sus palabras. Es verdad que mi padre había muerto al poco de regresar de Alemania y que desde entonces no habíamos vuelto a mencionar aquel sitio de aquella manera, pero recuerdo vívidamente que aquella tarde pensé en él con esa expresión y no otra. Llegamos a la puerta desvencijada del portal casi sin resuello. Las mejillas de mi madre estaban arreboladas tras la carrera, pero sonreía divertida por la hazaña. Comprobó su reloj de muñeca y guiñándome un ojo dio a entender que andábamos bien de tiempo. Sin vacilar nos encaminamos pisos arriba por las sinuosa escalinata. A cada paso se oía el sonido de sus tacones y yo la miraba embelesado. Cada vez que se movía, por leve que fuera el gesto, una suave ráfaga de lavanda eclipsaba el mundo y a mí me arrastraba consigo. Al cabo de un rato y una vez ya en la consulta, mientras el doctor iba a recepción a pedir un periódico a su eficiente y amabilísima María, no pude aguantar más la incertidumbre y cogí entre mis manos aquella pelota que tanto captaba mi atención cada vez que estaba allí. Fue como si un huracán tuviese su epicentro en el lugar donde se posaban mis pies. Las pompas de jabón que el peculiar doctor había hecho unos instantes antes, y que aún flotaban suspendidas en la estancia, adoptaron un rojo intenso inspirándome un terror insalvable: se asemejaban de manera fantasmal a la pelota que tenía entre mis manos. Contemplé atónito a mi madre y descubrí como su hermoso rostro iba perdiendo esplendor y dejaba paso al hueso que hasta entonces había estado recubierto con su fina piel de porcelana; también vi como ella me tendía una mano huesuda (propia de un niño famélico o de una radiografía) en señal de súplica y ahogaba un grito. Era tal el espantoso aspecto que tenía, que la negué ese gesto de cariño. Ni por un momento pensé en soltar la pelota; ésta se adhería a mis manos con la misma fuerza con que una sanguijuela succiona la sangre de sus presas.

Han transcurrido muchos años desde entonces, y a diario paseo mi cuerpo maltrecho por los escombros de lo que fue aquel imponente edificio. No sé qué busco, ni si merece la pena seguir viviendo después de todo aquello. A veces cruzo miradas cómplices con las que estoy seguro que fueron algunas de las hermosas enfermeras que ayudaron al doctor en su consulta y que como yo, vagan semidesnudas y mugrientas por este abandonado lugar, y me identifico plenamente con su pena (la de antaño y la actual), porque es la misma que yo tengo. Precisamente por eso golpeo con saña mi torso desnudo contra el duro asfalto o el cemento de las paredes, para sentir el dolor y no permitirme el lujo de olvidar lo que hice. Debí hacer caso de aquella maldita advertencia que tan graciosa me pareció aquel día: “Peligro. No tocar” o al menos haber preguntado el porqué de aquel aviso, pero por desgracia al cogerla en mis manos aquel 31 de abril obtuve una respuesta para la que no planteé jamás la pregunta. Hace no mucho leí en una pintada de este callejón algo que empieza a cobrar sentido en mi cabeza y que al principio atribuí a alguna mente desquiciada: “Si ves por aquí una pelota roja, no la toques, no juegues con ella. Es un captador de almas”. Sí; ya sé lo que vais a decirme: “Abril sólo tiene 30 días” y sin embargo os aseguro que el calendario de la pared marcaba el 31. Tampoco yo hasta ahora sabía de la existencia de un captador de almas, y por fuerza lo que tuve en mis manos aquella tarde, lo era.
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